“¿No sabéis que los que
corren en el estadio, todos a la verdad corren, pero uno solo se lleva el
premio? Corred de tal manera que lo obtengáis. Todo aquel que lucha, de todo se
abstiene; ellos, a la verdad, para recibir una corona corruptible, pero
nosotros, una incorruptible”
(1 Corintios 9:24-25).
Me levanto de la cama cada mañana, como el atleta que se prepara para
realizar su entrenamiento matutino. Lleno de determinación hago mis flexiones
de oración, mis marchas de lectura bíblica y mis calentamientos devocionales.
Me preparo para la competencia del día a día, una carrera por llegar al final de la jornada con una
sonrisa victoriosa. Mientras tomo una taza
de café con leche y unto mantequilla sobre mis tostadas, oigo una
canción dentro de mi cabeza que habla sobre el viaje del creyente, de su
travesía por el tempestuoso mar de la vida. Me animo en cada frase de fe que
oigo y sujeto mi vida a las promesas de Dios con que nutrí antes mi espíritu.
Aquí, cuando nadie me ve, es cuando comienza todo.
Luego saldré al terreno, correré con las fuerzas
de Dios, apoyado en su báculo generoso en las escarpadas colinas, y sujeto de
su cayado en los salientes, junto a los precipicios del hoy. No es fácil llegar
a la meta ileso, el camino es angosto y lleno de peligros. Cada valla que
saltar querrá robarme mi alegría y cada obstáculo conspirará en mi contra para
quitarme la fe. Debo ser cauteloso y evitar las distracciones. Debo tener la
meta como único fin posible y los ojos puestos en el galardón prometido.
Mi entrenador estará
conmigo, el Señor, mi pastor. Me alentará y me confortará durante el peligroso
trayecto. Saciará mi sed en el calor, cuando abrace el sol de la prueba, y me
alimentará en los descansos divinamente provistos. No habrá lugar al temor,
pues ángeles me defienden. Me saltaré las trampas del enemigo, cada una de
ellas será ineficaz en mi contra, porque el Espíritu de Dios me librará de
ellas.
Mi carrera será un espectáculo al mundo. Verán una
nueva forma de correr, una manera segura de ir por la vida. Preguntarán y les
contestaré sin detener mi andar. Les vocearé sobre el amor de Jesús,
alzaré mi voz y les invitaré a correr conmigo. Los que acepten el reto, también
disfrutarán del premio, si son fieles hasta el fin. Se juntarán millones,
porque otros corredores harán lo mismo, persuadirán desde su firme marcha a
otros, para que empiecen ellos también, la carrera.
La expedición de cada día llegará a su final
cuando el Juez eterno haga el oficial anuncio. A los ganadores se les ha
preparado un sitio de honor. Serán vestidos con ropas de la más fina calidad y
condecorados según su esfuerzo y fidelidad. ¡Qué algarabía ese día! La voz
triunfante de los redimidos llenará la celestial convocatoria. El júbilo del
triunfo embargará a todos, y nos palmearemos emocionados la espalda, con
vítores al Rey de esta magna celebración.
Hoy correré bien, porque cada tramo cuenta. Aunaré fuerzas y voluntad a pesar de los vientos contrarios. Sonreiré mientras ando. Cantaré mientras escalo. Oraré en tanto viajo a la meta. Disfrutaré este viaje, un viaje que he decidido hacer con Dios y del que no me arrepentiré jamás.
He hecho mis devociones, he terminado mi café, te dejo querido amigo, hoy como cada día, tengo que salir a correr.
Autor: Osmany Cruz FerrerEscrito para www.devocionaldiario.com
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